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Ultima voluntad. (Cuento corto)

14.10.2013 00:30

El camino asciende lentamente con una curva aquí, otra allá y otra más allá y así sucesivamente semejando una enorme serpiente que repta fatigada. A ambos lados de la carretera pavimentada, las matas de café parecen muchachas arregladas para ir a una fiesta. Es un bello contraste. Predomina el verde de las hojas en las largas ramas cuajadas de granos rojos hasta la punta; combinado con el blanco de las flores de una que otra mata que tardó más de la cuenta en concebir. El aroma de las flores del cafetal embriaga los sentidos.

 

De pronto don Manuelito se detiene. El corazón le palpita aceleradamente. Acaricia y da palmaditas al morral que lleva en la espalda, suspendido de su frente. "No te apures amiguito, ya vamos a llegar" dice. Descansa un rato a la orilla de la carretera; precisamente allí donde hay deslaves en el tiempo de lluvia. En este lugar le doy alcance y al saber a dónde se dirige, lo invito a que  subamos juntos hasta nuestra meta común: "El Águila". Es una comunidad enclavada en la parte alta de Cacahoatán, Chiapas.

 

Caminamos y de pronto una leve niebla empieza a cubrir nuestro rededor, dificultándonos el ascenso. El frío arrecia y tenemos que ponernos el suéter que siempre traemos sujetado por las mangas a nuestro cuello; le pregunto a don Manuelito qué va a hacer al Águila, voy a cumplir el último deseo de mi difuntía, me dice y guarda silencio. Su rostro curtido por el sol y marcado por innumerables arrugas que simulan carreteras en un mapa de la República Mexicana, se vuelve triste. Se detiene una vez más para quitarse el guarache de cuero que ya no resistió la subida desde Agustín de Iturbide hasta nuestro destino. Son cinco kilómetros.

 

La niebla se torna más espesa; el frío es mayor y aquí vamos; de vez en cuando nos frotamos las manos para que se calienten y luego las ponemos en la cara para que la nariz no se congele; nuestro aliento dibuja chorros de vapor como cuando las ballenas expelen agua por el orificio de sus lomos. El viento frío cala los huesos. Don Manuelito camina más lentamente; la carretera es más empinada y de cuando en cuando él se agacha para arremangarse de nuevo el pantalón; Luego mueve la cadera de un lado a otro y se reacomoda la faja ancha que cumple la función de cinturón y sonríe; Su boca muestra todas las piezas dentales, chiquititas; supongo que están así por el desgaste de tantos años de labor. Ese color amarillo de los dientes es característico de los ancianos de por acá. Ellos mascan tabaco en vez de fumarlo y para cuidar su dentadura queman tortilla y se frotan luego el carbón con el índice a manera de cepillo dental, enjuagan y luego atraviesan una astilla de cualquier madera en el intersticio de cada diente, escupiendo después de dos o tres veces de atravesarlo.

 

De pronto don Manuelito habla”: no te apures amigo, ya merito llegamos, ya merito" y toca con cuidado la esquina del morral que continúa en su espalda. Le pregunto: "don Manuelito, porqué se vino a pie; hubiera esperado la camioneta", "en mis tiempos no había camiones; caminábamos a lomo de bestia o a pie, el camino era puro lodo y nunca nos atrasábamos; ahora la gente siempre llega tarde a donde va, porque esperan horas y horas el camión y cuando pasa va lleno y no los recogen. Se pierde tiempo y dinero". Sabia reflexión, pienso.

 

Al fin llegamos al caminito empedrado que sube a la izquierda en forma de zeta para llegar a la escuela tele secundaria. Don Manuelito sube y yo detrás de él. Intrigado observo. Al llegar a la cancha de la escuela miro hacia el frente; primero una mancha enorme de color verde. Es la montaña. A la distancia se distingue Tapachula con su caserío. Don Manuelito se sienta en la orilla, baja el morral de su espalda, mete las manos y saca un hermoso cotorro con cresta roja; besa amorosa y largamente su cabeza, achica los ojos y elevando los brazos al cielo dice: "vete amiguito, busca tu mujercita y de vez en cuando acuérdate de nosotros".

                                                 

FIN.

Lourdes H. Siles.

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Agüe Camila. (Cuento corto)

14.10.2013 00:26

¡Grr, grr, grr!, Se escuchaba el rugido de unas tripitas y la hermosa joven se deslizaba ágilmente cual gacela, al ritmo del Son de la Negra que interpretaba magistralmente el Maestro Wenceslao Libias.

 

Al terminar la melodía, agitada se recargó en un grueso pilar que al pie tenía, como todos los demás, un hermoso como enorme jarrón blanco repleto de flores pintadas de color rosa.

 

Estoy cansada pero feliz, le dijo a su chambelán; quien ataviado con pantalón negro y almidonada camisa blanca, le sostenía la mano con emoción. Estás muy bonita hoy, le dijo, con éste vestido largo y esponjado te miras como si fueras un ángel, gracias, susurró ella sonrojándose. La fiesta transcurría alegremente, las parejas bailaban sin descansar; las tandas eran a pedido de los invitados.

 

Llegó la hora de servir el banquete y todos esperaban con contenida emoción la partida del pastel. Los niños correteaban jugando a los encantados; los señores fumaban esos cigarrillos sin filtro que sueltan un poquito de tabaco  cada vez que le das una fumadita; y las señoras platicaban del ajetreo de todas las mañanas; eso de levantarse a las tres de la madrugada para poner a cocer el maíz y en el ínter hacer  el café con tortilla quemada y un poquito de canela; Después moler y tortiar para llenar el portaviandas; ponerle agua fresca al pumpo del marido para refrescar la tremenda sed al mediodía, cuando el calor en el rancho es abrasador.

 

¡Gr., grr, grr! ¡Queremos pastel, pastel, pastel! ¡Queremos pastel, pastel, pastel!. Coreaban las jovencitas con sus rostros arrebolados de alegría y sus bonitas faldas plisadas se balanceaban de un lado a otro, al compás del movimiento de sus dueñas. ¡Gr., grr, grr!.

 

En ese momento Vicente sorpresivamente besa a Camila en la mejilla. Perdóname pero ya no aguantaba las ganas, le dice, además acuérdate que ya pasado mañana iremos a pedir tu mano. Sí, pero todavía me regañan, dice ella. En eso aparece doña Cuquita que le dice: “Camilita ven, tú debes partir el pastel; ya la muchachada me está dejando sorda con tanto grito de que quieren pastel.

 

¡Abuelita Camila, abuelita Camila! ¡Abre, somos nosotros! ¡Abre!.

Bruscamente abre sus cansados ojos; escucha el rugir de sus tripitas y arrastrando el raído rebozo, camina trabajosamente luego de levantarse de la butaca de tejamanil, para abrir la puerta.

 

¡M’ijita, qué bueno que viniste! ... ¡te estaba esperando como agua de mayo porque... porque... porque quería verte!

                                                          

 

Fin.

Lourdes H. Siles

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Sueño. (Cuento corto)

14.10.2013 00:21

Después de desayunar, beso a mi esposa y a mis dos hijos al despedirme para ir a mi cita secreta. Sí, con el sicoanalista doctor Joseph Drew, quien me pidió en repetidas ocasiones que colaborara con él en la investigación del tema de su tesis sobre la vida antes de la vida.

Lo pensé mucho tiempo pues mis creencias religiosas se contraponen a esta situación; sin embargo, después de reflexionar mucho, acepté. Me gustaría saber con certeza qué otra criatura fui antes de esta vida. Mis padres me inculcaron la idea que pude haber sido vaca, pero yo no lo creo. Así que  estoy decidido a que la ciencia me desvele el misterio. Y heme aquí, acostándome en el diván del decano de la universidad.

Muy bien, señor Rahim relájese, cierre los ojos y respire profundo por favor. Así, muy bien, muy bien, en la sesión anterior llegamos hasta hace treinta y cinco  millones de años; hoy trataremos de llegar mucho más atrás, me dijo el doctor y enseguida escuché el clic del enter de la computadora.

Al pie del enorme árbol se vive una verdadera fiesta, hay retoños de hojas nuevas que brillan con la luz del sol e invitan a comer. Lo hacemos despacio, con calma, disfrutando su exquisito sabor acidulado y aroma especial. De pronto, mi vecina se queda quieta, voltea hacia todos lados y casi al unísono gritamos todos: ¡Temblor, temblor! Y con horror vemos cómo la tierra se abre por aquí, por allá y más allá. Hay nubes de polvo que permiten apenas distinguir a mi familia y amigos. Todos los que estábamos comiendo corremos velozmente con otros muchos de mis amigos; el pterodáctilo sale volando desesperado sin saber a ciencia cierta a dónde ir. Yo estoy aterrado, el suelo se mueve trepidantemente, mis gruesas y largas patas avanzan sorteando arboles y enormes cuerpos caídos y grandes pedazos de roca caliente que literalmente vuelan por el aire golpeando brutalmente todo lo que se atraviesa en su camino; nos atropellamos al correr despavoridos sin rumbo, sin dirección.

Nadie sabe qué está pasando realmente, la tierra sigue abriéndose, creando profundos abismos en donde han caído amigos y amigas mías; las colosales rocas caen con un sonido monstruoso formando grandes agujeros al caer; en este instante está cayendo una de ellas en la dirección por donde corre mi familia. ¡No lo puedo creer! ¡La aplastó a toda! Me detengo,  no sé qué hacer, ¡Mi pobre bebé que corría junto a su madre está deshecho por el brutal  impacto! El corazón me salta del pecho; las rocas hirvientes siguen cayendo, quemando todo a su paso; hay incendios por donde quiera. He corrido tanto que al haberme detenido siento entumecidos las piernas y mis cortos y delgados brazos cuelgan pesadamente a mis costados; veo a mi alrededor; el día se hizo noche; el polvo me provoca ardor en la nariz y en la garganta. Grito y grito. Nadie contesta. Todos se han ido ¿O están muertos? Esperaré el amanecer.

Un profundo dolor en el abdomen y un enorme peso que no me deja respirar. Veo un tenue rayo de luz que pasa entre la roca que está encima de mi abdomen y otra que está muy cerca de mi cabeza. Parece fiesta de estrellas; brincan, se mueven, suben, bajan; otras se mantienen girando dentro del haz de luz.

El dolor es insoportable, no puedo moverme, mi corazón se agita. Grito, grito y grito: ¡Que alguien me ayude! ¡No quiero morir! ¡Quítenme esto de encima! ¡Ayuda por favor! Nadie contesta. ¡Voy a morir! ¡Voy a morir!

¡Despierte! ¡Despierte, señor Rahim! Escucho el clic  de la computadora y como autómata tomo la toalla que me ofrece el doctor Joseph para secarme las lágrimas y el sudor.

Bondadosamente el doctor me pasa un vaso de agua y me pregunta si quiero escuchar la grabación  del día de hoy. Pero no quiero. Ya estoy enterado que en mis otras vidas fui cantante de ópera, marinero, esclavo del emperador Moctezuma, filósofo  y vaca entre otros. Le deseo suerte en su tesis al doctor y me marcho convencido de que no volveré jamás a su clínica.

Fin.

Lourdes H. Siles

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Los martes de mi querido Harold. (Cuento corto)

14.10.2013 00:15

Las seis, las siete, las ocho, las nueve, las diez de la noche del martes uno de noviembre de dos mil cinco. Aún no regresaba  a casa. Se había ido a las dos de la mañana como siempre, a su trabajo en Oakland. Los martes visitaba a la señora Estephany Davis.

Me encantaba verlo por la madrugada cuando, cubierto con una linda toalla verde salía de la ducha dándose golpecitos en las mejillas para tomar color, como siempre decía.

A las diez con cinco minutos sonó el teléfono que está en la recámara. Era mi amiga Lorena. ¡Oye! ¿Ya sabes que a tu marido lo anda buscando la policía? Me dijo con voz casi inaudible.  ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo dices? Dije realmente sorprendida. Sí amiga, parece que enloqueció  y asaltó la casa de los Davis; todos acá en Oakland dicen que fue él. ¡No podía ser cierto! Vivíamos en San Francisco y él prefería viajar diariamente  para cenar conmigo todos los días.

Le hablé más de cien veces a su celular y estaba apagado. Al día siguiente muy temprano leí la noticia en el periódico  y era cierto. Habían asaltado la casa de la señora Estephany Davis donde vivía ella y su único hijo que al momento estudiaba Ciencias de la Comunicación en Fresno. Ella fue encontrada muerta en el suelo de su habitación. El médico forense dictaminó que había recibido quince golpes mortales en la cabeza con un objeto, al parecer cilíndrico. El periódico no mencionaba a ningún sospechoso.

Mi marido aún no regresaba. Su trabajo consistía en distribuir  artículos para los gimnasios. Y los Davis eran los propietarios del  más elegante de Oakland. Al terminar de leer la noticia tocaron a mi puerta. Eran los detectives Alexander Durham y John Benson. Después de preguntarme si Harold estaba en casa, cosa que negué por supuesto,  me hicieron muchas preguntas con respecto a él; que dónde trabajaba, a dónde acostumbraba ir después del trabajo; que si conocíamos a la señora Davis de Oakland, etc. etc. Me pidieron que me comunicara al número que estaba  anotado en la tarjeta de presentación que me dejaron si recordaba algo importante o inusual relacionado con Harold.

Mis recuerdos se agolpaban precipitadamente en mi cabeza. Lucía guapísimo con su traje blanco de seda cruda y esa rosa azul originaria de China, en el ojal. Quiso vestirse también de blanco en nuestra boda; somos uno para siempre, me dijo al darme un suave beso en la mejilla al salir de la iglesia; sus lindos ojos ambarinos irradiaban amor, felicidad, tranquilidad y sobre todo, seguridad. No podía ser el asesino despiadado de la señora Davis.

Las horas pasaron convirtiéndose en días, y los días en semanas. El veintinueve de noviembre por la mañana acudí a las autoridades para denunciar su desaparición  y que me ayudaran a encontrarlo. No lo había hecho antes porque tenía miedo, mucho miedo de que realmente Harold hubiera tenido algo que ver en el homicidio. Pero él nunca me abandonaría, estaba segura de ello. El detective John  me pidió permiso para registrar mi casa, argumentando que a falta de pruebas concretas y testigos que vincularan a Harold con el crimen, el juez no había querido autorizar el cateo a mi propiedad. Yo accedí. Sabía que no iban a encontrar nada que incriminara a mi marido, porque él no lo había hecho. En el sótano tomaron fotografías de los productos que Harold vendía como son: escaladoras, caminadoras, pesas, cuerdas para brincar etc.,  al terminar la revisión, el detective Alexander me pidió una fotografía de Harold y me dijo ¿sabía usted que en la casa de los Davis encontramos discos de pesas de la misma marca de los que vende su esposo? No, no lo sabía, contesté anonadada. Señora ¿tiene hijos? Me preguntó de pronto. No, le contesté casi en un susurro, estábamos esperando tener mayor seguridad económica para embarazarnos y como previsión Harold congeló su esperma en el laboratorio del doctor Lewis; por cualquier cosa, dijo entonces. En ese momento sonó el teléfono del detective John y se despidió.

Al día siguiente volvieron de nuevo a casa los dos detectives y me pidieron que los acompañara al servicio médico forense; habían encontrado el cuerpo de un hombre y querían que lo viera. Trémula, accedí; al llegar me condujeron hacia una especie de laboratorio y el médico levantó una tela blanca de lo que parecía un cuerpo  y me pidió que me acercara para ver. Tenía golpes en el cráneo y varias costillas rotas; la ropa que vestía la osamenta  era la que vestía Harold el día de su desaparición; la dentadura cuidadísima era la misma  de Harold. Me eché a llorar. Los detectives me llevaron a casa y prometieron que se comunicarían conmigo al día siguiente. Por la mañana me llamó por teléfono el detective Alexander para preguntarme si autorizaba el análisis de una muestra del semen que Harold y yo habíamos congelado donde el doctor Lewis, y le dije que sí. Prometió pasar a casa “un día de estos”.

Dos semanas después regresó para confirmarme que el cuerpo en el servicio médico forense era el de Harold; así como para decirme que mi querido esposo no había sido el perpetrador de la señora Davis;  ya que ella había sido abusada sexualmente y el ADN encontrado en su cuerpo no concordaba con el de Harold.

Con infinita tristeza sepulté a mi amadísimo esposo el martes veinte de diciembre de dos mil cinco.

Epilogo.

·         La señora Davis había contratado una póliza de seguro de vida por quinientos mil dólares, que se pagaría al doble a su único hijo si su muerte era accidental.

·          Mi amado Harold y la señora Davis fueron sorprendidos por el asesino cuando cerraban el trato de compra-venta de discos de pesas  para el gimnasio.

·         Harold luchó con el asesino, pues en sus nudillos  se encontraron abrasiones y minúsculas gotas de sangre que no pertenecían a él ni a la señora  Davis.

·         El perpretador, después de asesinar a Harold, abusó sexualmente y asesinó a la señora Davis en su recámara.

·         El ADN encontrado en la señora Davis concordaba en un cincuenta por ciento con el de ella.

·         El martes veintiocho de febrero de dos mil cinco acudí al laboratorio del doctor Lewis para iniciar mi proceso de inseminación.

·         Actualmente mis tres hijos y yo vivimos felices en la hermosa ciudad de Tapachula, Chiapas; México.

Fin.

Lourdes H. Siles

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Predicción (Cuento corto)

14.10.2013 00:10

Su mano izquierda temblorosa tocaba suavemente la aguja   que oscilaba en el tablero. Con mirada ansiosa esperaba que se detuviera en una letra y cuando lo hacía, ella rápidamente anotaba  en un papel  la letra aquella. Quería conocer el nombre de la persona que sería su inmediato compañero.

Las velas con su tambaleante flama se derretían inexorablemente en el círculo  que formaban en la alfombra. Anotó la P y pensó ¿Será Pedro? ¿Pablo? ¿Ponciano?

Después de que la aguja se movió a la izquierda ella dibujó en su rostro una media sonrisa. Era la A. 

¡Entonces  sí es Pablo! Dijo y ansiosa, siguió esperando que la aguja se moviera de nuevo. Pasaron varios minutos y nada. No se movía. De repente, muy lentamente empezó a moverse hacia la derecha, se detuvo brevemente en la letra Q, y Verónica  miró a todos lados desconcertada; enseguida la aguja se sacudió repetidamente y se colocó debajo de la letra R. ¿Par…? ¿Par…? ¿Par…qué? No me suena a nada; no conozco a nadie que su nombre comience con Par. ¿Quién será?

Una vela se agotó en la alfombra y ésta empezó a arder; en unos instantes más otra vela hizo lo propio y el calor comenzó a ascender.

Concentrada en el tablero no advirtió  que las pequeñas velas estaban a punto de sucumbir por las llamas de la alfombra.

La aguja se movió rápidamente a la izquierda y se ubicó bajo la letra C; inmediatamente  Verónica la anotó  y sintió que la aguja se le escapaba rápidamente de la mano para situarse de nuevo bajo otra letra a la izquierda de la anterior.

El calor ya era insoportable, las llamas llegaban hasta el techo formando una enorme hoguera  y Verónica ya no consiguió escribir la última  letra.

Fin.

 

Lourdes H. Siles

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Hado extraviado

14.10.2013 00:06

Amor me ha notificado,

Que mi amor nunca existió,

Que fue un mensaje entregado

De un Hado que se extravió.

Fin.

Lourdes H. Siles

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14.10.2013 00:05

¿Qué has hecho una poesía?

¡Yo no lo puedo entender!

Se hace lo que no existe

¡Y la poesía eres tú!

Fin.

Lourdes H. Siles

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Amor de madre

14.10.2013 00:00

Amor de madre

Perdió su amor hace un mes

Perdida ya su esbeltez

 

Ya pensaba que era amada

Y a su amor idolatraba

Sin saber que la engañaba

Diciendo todo al revés.

 

Le obsequiaste diez corsés

Por no ver su redondez.

 

La cuestión es que es un hecho,

Que su orgullo está maltrecho;

Ya el desdén  hiere su pecho,

y la humillas con altivez.

 

Diciendo que es frigidez,

Lo amorfo de su preñez.

 

Dejaste de ser humano

Al saberte más cercano,

Del designio del Arcano

No valoras la adultez.

 

De su sobria languidez

En sus ya inflamados pies.

 

Te suplicaba igualdad

Sin soslayar la equidad,

Que pide la humanidad,

Dudaste de su honradez.

 

Con saña y lenguaje soez

Tú olvidaste lo cortés.

 

Más ella con entereza,

Lo protege con fiereza

y todos los días le reza

para actuar con lucidez.

 

Perdón pide a tu sandez

Y que al nacer,

No veas su tez.

Fin.

Lourdes H. Siles

 

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Mi barco

13.10.2013 23:58

Mi barco se halla anclado

Por su propia voluntad

Pues el amor ha nadado

A la gran profundidad.

Fin.

Lourdes H. Siles

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Infinito

13.10.2013 23:56

Ese punto lejano

De tu inmersión

En la infinitud del Cosmos

Es mi deseo por la  vida

¡Y por la muerte!

Fin.

Lourdes H. Siles

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