Siemprevivo. (Cuento corto)
Las hojas amarillas y lustrosas caían planeando lentamente una tras otra formando un mullido colchón en el suelo... Ahí va otra m'ijita, cáchala. Yo saltaba de un lado a otro queriendo atraparlas y él reía al tiempo que con la larga vara las hacía caer. No le gustaba que las hojas maduras se mezclaran con las verdes en los almendros que había plantado cuando yo cumplí cinco años, en la orilla de la banqueta para que nos prodigaran refrescante sombra en los meses de abril a septiembre que es cuando en mi pueblo, Tapachula, hace un calor sofocante; que es preciso salir de la casa a refrescarse bajo los árboles.
Era una diversión tan agradable que no percibí el paso del tiempo y esa tarde de marzo brincaba junto a mis hermanos tratando de ver quién de los cuatro atrapaba más y él, como siempre, reía y la delgadísima vara se hincaba en el tallo de cada hoja para hacerla caer.
Yo papi, ¡yo gané! Dijo alborozado mi hermano, ese chiquillo de facciones tan finas, al grado de ser confundido con una niña. A ver, a ver, vamos a ver quién es el ganador, dijo mi padre sentándose trabajosamente, en la orilla de la banqueta. Rápidamente lo ayudamos. Contó una a una las que yo había recogido. Humm, humm no llegaste siquiera a una docena; a ver Israel dame las tuyas para ver si de veras eres el ganador. No resistí la escena y corrí hacia dentro de la casa para sacar la cámara fotográfica y tomarle muchas fotografías. Estaba sumamente delgado y pálido; trastabillaba un poco al caminar. Talvés era su edad pensaba yo; Pasar por esta vida ochenta y tres años es un gran reto para cualquiera y no era fácil conseguirlo. Pero él no era cualquiera... Era mi padre.
Había nacido en mil novecientos diez en Comitán de Domínguez, Chiapas; su padre había fallecido al cumplir él un año de edad y la abuela se empleó como sirvienta para poder sobrevivir. Con su pequeño en la espalda sostenido con un rebozo que amarraba en su pecho, uniendo la punta que pasaba sobre su hombro izquierdo y la otra que pasaba bajo su axila derecha. Así creció. Cuando llegó el momento de que fuera a la escuela, la abuela pidió un préstamo de cinco cuartillos para comprar la pizarra y tiza que le exigían los curas para que pudiera ingresar. Sus ojitos traviesos y con ese brillo especial que me hacían sentir amada, se achicaban cada vez que el flash actuaba.
Tienes veintiocho hijito, vamos a contar las de Romina y sabremos quién es el ganador.
Aprendió a leer y escribir al cabo de tres años con los curas. Era yo muy burro, solía decir; estudiaba y estudiaba y al fin me aprendía la lección, iba a la escuela, levantaba la mano para decirla y... ¡Ya se me había olvidado! Tenía muy dura mi cabeza, decía riendo y mostrando sus pequeños y blancos dientes.
Recogiste quince Romi; entonces Israel es el ganador, exclamaba entusiasmado e Israel corría a abrazarlo por detrás del cuello y poco a poco lo rodeaba para quedar frente a él y cobijarse en su regazo. Era muy sencillo en su trato y podía lograr que nos sintiéramos amados por él.
¡...soy un pobre venadito, que vive en la serranía...! Gustaba cantarme cuando entre sus brazos en la hamaca me hacía dormir, para después llevarme cargada hasta mi humilde cama sin colchón, que había hecho exprofesamente para mí con tablas a las que les había raspado el cemento que tenían, después de haberlas ocupado para hacer columnas en su trabajo de albañilería. Pero era mi cama y yo era muy feliz viviendo así en la pobreza económica pero millonaria de amor. Él me lo prodigaba a manos llenas.
Mañana a estas horas ya estará la gran bulla, dijo refiriéndose a la fiesta de quince años de mi prima Damaris que estaba planeada para llevarse a cabo el seis de marzo. Papi, pero si mañana es cinco, le dije, sí pero mañana a estas horas van estar haciendo la comida, corriendo de acá para allá, ahí lo van a ver, ahí lo van a ver, dijo riendo. No papi, el mero día se va a hacer todo, al fin que la fiesta es en la noche, dijo mi hermana, madre de Damaris. Bueno, de todos modos, yo ya me voy a bañar, para cenar limpiecito, porque siempre me cae tierra de las hojas, dijo y trató de ponerse de pie; lo ayudamos a la fuerza, porque no le gustaba que lo hiciéramos; yo puedo sólo, decía siempre.
Hasta mañana papi, que descanse, saludamos todos.
¡Camilita! ¡Camilita!, ayúdame a llevar a papá al médico!... ¡No quiere ir y se siente mal! Gritó mi madre; rápidamente me vestí y miré el reloj: once treinta de la noche.
Subimos al taxi, él adelante; mamá, mi hermano y yo atrás. Al llegar al hospital papi se desmayó; lo cargamos y entramos a Urgencias en donde un grupo de médicos y enfermeras inmediatamente lo atendieron. Todo era gritos: ¡El carro rojo, el carro rojo!... ¡Papi, por favor despierte! ¡Oxígeno...oxígeno!...¡RCP, RCP!...¡papi, papi!... Por favor salgan, dijo una mujer, empujándonos suavemente a la salida.
¡Familiares del señor Vicente! Gritó una mujer vestida de blanco, a la que vi entre brumas. Yo soy su esposa, dijo mi madre levantándose de inmediato de la silla azul de plástico.
Venga a cambiarlo, dijo la mujer de blanco. ¡Dios mío, lo van a internar! dije para mis adentros con una gran pesadumbre. Mamá entró y volvió a salir de inmediato y con voz temblorosa y llorando gritó: "¡Tu papá falleció!".
Sentí que el enorme edificio me caía encima... corrí hacia una gruesa columna y la golpeé con los puños muchas veces. ¡ No podía ser verdad!...¡ Nos estaban engañando!...mi papá no tenía nada, acabábamos de realizar el ritual de las hojas; habíamos reído juntos hacía apenas cuatro horas. ¡Y ahora estaba...!
¡No, no, no!.. .Infarto al miocardio.
Ochenta y tres años acababan de terminar en un instante... ¡Mi papá había...!
"...soy un pobre venadito que vive en la serranía..."
Fin.
Lourdes H. Siles