Los martes de mi querido Harold. (Cuento corto)
Las seis, las siete, las ocho, las nueve, las diez de la noche del martes uno de noviembre de dos mil cinco. Aún no regresaba a casa. Se había ido a las dos de la mañana como siempre, a su trabajo en Oakland. Los martes visitaba a la señora Estephany Davis.
Me encantaba verlo por la madrugada cuando, cubierto con una linda toalla verde salía de la ducha dándose golpecitos en las mejillas para tomar color, como siempre decía.
A las diez con cinco minutos sonó el teléfono que está en la recámara. Era mi amiga Lorena. ¡Oye! ¿Ya sabes que a tu marido lo anda buscando la policía? Me dijo con voz casi inaudible. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo dices? Dije realmente sorprendida. Sí amiga, parece que enloqueció y asaltó la casa de los Davis; todos acá en Oakland dicen que fue él. ¡No podía ser cierto! Vivíamos en San Francisco y él prefería viajar diariamente para cenar conmigo todos los días.
Le hablé más de cien veces a su celular y estaba apagado. Al día siguiente muy temprano leí la noticia en el periódico y era cierto. Habían asaltado la casa de la señora Estephany Davis donde vivía ella y su único hijo que al momento estudiaba Ciencias de la Comunicación en Fresno. Ella fue encontrada muerta en el suelo de su habitación. El médico forense dictaminó que había recibido quince golpes mortales en la cabeza con un objeto, al parecer cilíndrico. El periódico no mencionaba a ningún sospechoso.
Mi marido aún no regresaba. Su trabajo consistía en distribuir artículos para los gimnasios. Y los Davis eran los propietarios del más elegante de Oakland. Al terminar de leer la noticia tocaron a mi puerta. Eran los detectives Alexander Durham y John Benson. Después de preguntarme si Harold estaba en casa, cosa que negué por supuesto, me hicieron muchas preguntas con respecto a él; que dónde trabajaba, a dónde acostumbraba ir después del trabajo; que si conocíamos a la señora Davis de Oakland, etc. etc. Me pidieron que me comunicara al número que estaba anotado en la tarjeta de presentación que me dejaron si recordaba algo importante o inusual relacionado con Harold.
Mis recuerdos se agolpaban precipitadamente en mi cabeza. Lucía guapísimo con su traje blanco de seda cruda y esa rosa azul originaria de China, en el ojal. Quiso vestirse también de blanco en nuestra boda; somos uno para siempre, me dijo al darme un suave beso en la mejilla al salir de la iglesia; sus lindos ojos ambarinos irradiaban amor, felicidad, tranquilidad y sobre todo, seguridad. No podía ser el asesino despiadado de la señora Davis.
Las horas pasaron convirtiéndose en días, y los días en semanas. El veintinueve de noviembre por la mañana acudí a las autoridades para denunciar su desaparición y que me ayudaran a encontrarlo. No lo había hecho antes porque tenía miedo, mucho miedo de que realmente Harold hubiera tenido algo que ver en el homicidio. Pero él nunca me abandonaría, estaba segura de ello. El detective John me pidió permiso para registrar mi casa, argumentando que a falta de pruebas concretas y testigos que vincularan a Harold con el crimen, el juez no había querido autorizar el cateo a mi propiedad. Yo accedí. Sabía que no iban a encontrar nada que incriminara a mi marido, porque él no lo había hecho. En el sótano tomaron fotografías de los productos que Harold vendía como son: escaladoras, caminadoras, pesas, cuerdas para brincar etc., al terminar la revisión, el detective Alexander me pidió una fotografía de Harold y me dijo ¿sabía usted que en la casa de los Davis encontramos discos de pesas de la misma marca de los que vende su esposo? No, no lo sabía, contesté anonadada. Señora ¿tiene hijos? Me preguntó de pronto. No, le contesté casi en un susurro, estábamos esperando tener mayor seguridad económica para embarazarnos y como previsión Harold congeló su esperma en el laboratorio del doctor Lewis; por cualquier cosa, dijo entonces. En ese momento sonó el teléfono del detective John y se despidió.
Al día siguiente volvieron de nuevo a casa los dos detectives y me pidieron que los acompañara al servicio médico forense; habían encontrado el cuerpo de un hombre y querían que lo viera. Trémula, accedí; al llegar me condujeron hacia una especie de laboratorio y el médico levantó una tela blanca de lo que parecía un cuerpo y me pidió que me acercara para ver. Tenía golpes en el cráneo y varias costillas rotas; la ropa que vestía la osamenta era la que vestía Harold el día de su desaparición; la dentadura cuidadísima era la misma de Harold. Me eché a llorar. Los detectives me llevaron a casa y prometieron que se comunicarían conmigo al día siguiente. Por la mañana me llamó por teléfono el detective Alexander para preguntarme si autorizaba el análisis de una muestra del semen que Harold y yo habíamos congelado donde el doctor Lewis, y le dije que sí. Prometió pasar a casa “un día de estos”.
Dos semanas después regresó para confirmarme que el cuerpo en el servicio médico forense era el de Harold; así como para decirme que mi querido esposo no había sido el perpetrador de la señora Davis; ya que ella había sido abusada sexualmente y el ADN encontrado en su cuerpo no concordaba con el de Harold.
Con infinita tristeza sepulté a mi amadísimo esposo el martes veinte de diciembre de dos mil cinco.
Epilogo.
· La señora Davis había contratado una póliza de seguro de vida por quinientos mil dólares, que se pagaría al doble a su único hijo si su muerte era accidental.
· Mi amado Harold y la señora Davis fueron sorprendidos por el asesino cuando cerraban el trato de compra-venta de discos de pesas para el gimnasio.
· Harold luchó con el asesino, pues en sus nudillos se encontraron abrasiones y minúsculas gotas de sangre que no pertenecían a él ni a la señora Davis.
· El perpretador, después de asesinar a Harold, abusó sexualmente y asesinó a la señora Davis en su recámara.
· El ADN encontrado en la señora Davis concordaba en un cincuenta por ciento con el de ella.
· El martes veintiocho de febrero de dos mil cinco acudí al laboratorio del doctor Lewis para iniciar mi proceso de inseminación.
· Actualmente mis tres hijos y yo vivimos felices en la hermosa ciudad de Tapachula, Chiapas; México.
Fin.
Lourdes H. Siles