La Casa. (Cuento corto navideño)
Este veinticuatro de diciembre de dos mil cuarenta y seis los invitados se han reunido en La Casa de Niños en Situación de Riesgo, alrededor del Nacimiento del Niño Jesús, que entre todos adornaron. Huele a incienso. Las flores de Nochebuena, originarias de México, descansan en macetas pintadas de color dorado y plateado por dondequiera. Los globos de colores adornados con diamantina cuelgan de hilos estratégicamente ubicados en el corredor. La Casa está en una propiedad enclavada en la selva del norte de Chiapas, con un hermoso estanque en donde nadan patos, peces pargo rosa y también mojarras tilapia que todos ayudan a cuidar, pues servirán para proveer ingresos económicos con su venta y; por supuesto, también como alimento a niños y trabajadores voluntarios de La Casa.
Todos platican alegremente y beben caliente de piña sin alcohol.
De pronto los niños gritaron: ¡Ahí viene Rosita!, ¡Que viva la Rosita!, ¡Que viva! Gritaron todos. Apareció una linda chica alta, esbelta y de ancha sonrisa. Abrazos y besos. Se sirvió un vaso de caliente de piña y se sentó al lado de la licenciada Alicia -la anfitriona y encargada de La Casa por más de treinta años-; quien de pronto guardó silencio mientras la observaba pensativa. ¡Mi Rosita! Platicadora -pero no comunicativa-, amable -pero lejana-; segura de sí misma. Sin embargo, ese dejo de tristeza en su rostro no la abandona nunca. Jamás habla de su esposo ni de su bebita; nadie sabe si tiene problemas o no. Trabaja mucho y no lo comenta.
¿En verdad amará este lugar? Pensó la anfitriona. ¡Claro que sí! Lo leyó en sus ojos. Esos ojos que son impenetrables para otros; pero que ella puede escudriñar perfectamente y darse cuenta que no es feliz; que ansía ser algo más que ama de casa, madre y esposa a sus veintiocho años de edad. Su espíritu rebelde se confía ante Alicia y deja ver su anhelo de libertad; la imagina dentro de una burbuja que no la deja escapar y ser quien ella quiere ser.
Recuerda aquella calurosa tarde en Tuxtla Gutiérrez cuando manejaba su auto en la Colonia Albania la Alta, donde ella vivía; con la esperanza de verla y de pronto, frenó intempestivamente.
Esa chiquilla descalza en la esquina. Blanca, cabello lacio hasta los hombros, con fleco que casi le cubría los ojos. Portaba un vestido a cuadros cafés y amarillos, con cuello blanco cuadrado y resorte en la cintura. Tendría seis o siete años de edad. Ambas se observaron. Al sonreír apreció su boca grande, de gruesos labios. Sí, era ella, ¡Rosita!
Bajó del auto y se acercó. La niña corrió a abrazarla largamente. Sollozaba. Pero no dijo nada.
Tenía un especial amor por esa niña. Los avatares de la vida la habían hecho ser huraña, desconfiada y nada cariñosa; sin embargo, ¡La había abrazado!
¿Cómo estás hijita? ¿Adónde vas?, ¿Estás yendo a la escuela? ¿Y tu papá? ¿Está ahora en tu casa? Las preguntas fluían sin cesar, mientras agachada, la abrazaba fuertemente.
Bien, señito; voy a comprar las tortillas de doña Panchita, y su hijo ¿Cómo está? Él está bien, hijita. Cuéntame ¿Has visto a tu mamá?
Alicia tenía un especial amor por esa niña que había conocido en sus recorridos por las colonias suburbanas de la capital. Siempre estaba sentada en alguna acera, sucia, despeinada y casi siempre con el mismo vestidito de cuadros. Su padre era alcohólico y la abandonaba por semanas a menudo. De su madre no se sabía nada.
Alicia realizó todos los trámites burocráticos para ingresarla a La Casa.
Rosita vivió en La Casa hasta cumplir los veintidós años, pues al crecer se hizo cargo del cuidado de otros niños que llegaban a la institución. Se licenció en Trabajo Social y se casó. Frecuentemente visita La Casa y ayuda a Alicia.
El tronar de los cohetes hizo que todos se pusieran de pie para observar las refulgentes y llamativas figuras que se formaban en el cielo; el aparato de sonido dejaba escuchar las canciones clásicas de navidad.
Relajada y feliz, abrazó a esa niña descalza; con vestidito a cuadros cafés y amarillos, en esa feliz navidad.
Fin.
Lourdes H. Siles.